El país empieza en casa justo cuando se cuela el primer café
del día y su aroma a tierra y fuego despierta la mañana.
Se prolonga en el agua que moja las sequías
donde crece la sombra para colgar el chinchorro
y pelar las verduras de un sancocho de día santo.
Está en los ojos del niño que remolón protesta
por otro día de escuela
y luego se demora jugando a la pelota.
El país se anida al abrigo y al frescor después de la
jornada,
del tráfico y del traqueteo de la ciudad.
Es cierto que se alborota y luce radiante en la comilona
familiar
que después se queda calladito como juntando las nostalgias
de un lunes
y el tiempo se aprovecha para ajustar los detalles del
almuerzo del día siguiente
y se repasan los ruedos de los uniformes y se planchan las
camisas.
El país grita todo su esplendor en los cuadernos, que a
colores dibujan pájaros y banderas
está adentro y palpita y vibra y arde y enciende y sobre
todo vuela
y para volar le bastan los pechos en los que anidan todas
las voces.
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